domingo, 5 de agosto de 2007

EL ACOSO




"Cuando un loco parece completamente sensato, es ya el momento, en efecto, de ponerle la camisa de fuerza"

Edgar Alian Poe

C
oncluía aquel día de otoño y yo volvía a mi casa cansado de la agitación. Pasando por la calle Libertad, vi a mi amigo Salah sentado con alguien en el céntrico café "Paradise". Él también me vio. Se levantó y con enérgico maño­so me invitó a que entrara. Parecía tener una urgente necesidad de comunicarme algo. intré y, después del consabido saludo, Salah me propuso que tomara algo con ellos y ne presentó a la persona que le acompañaba:
-Si Ahmed El Gul, maestro de escuela —y añadió después de una breve pausa- un
Me sorprendió sobremanera lo que acababa de decir Salah y tuve sólidas razones para no creerle. No porque yo fuera desconfiado por naturaleza, ni porque él fuera un embustero de cuidado, sino porque el personaje que le acompañaba tenía más bien el aspecto de un tratante desganado; en algún zoco del Atlas que de un funcionario de la educación. Cuarentón, alto, corpulento, rostro mal afeitado y surcado por un sinfín de rugosidades, nariz chata y ojos pequeños de mirada turbia e inquietante. Llevaba una gruesa chilaba de lana negruzca dé anchas mangas; envolvía el cuello, o lo que se adivinaba de él, con una gruesa bufanda gris de tela rústica y cubría la cabeza rapada al cero con un gorro, también de lana, bastante llamativo por su descomunal tamaño y colo­rido. El aspecto de aquel hombre, a la vez que contrastaba con la singularidad del local, conocido en la ciudad por su clientela chic, lo hacía también con el clima agradable de mes de octubre. Me resistí también a aceptar, conociendo como yo conozco a Salah, que aquella mole con bigote de cepillo fuese su amigo.
Salah, amigo mío de toda la vida, profesor de historia igual que yo, era una persona culta, hispanista enamorado de Antonio Machado y bebedor de los vientos por las can­ciones de Miguel Acebes Mejías. Elegante y de exquisitos modales, pertenecía asimismo, a esa casta de personas que podrían atravesar un lodazal sin mancharse los zapatos. Todo, absolutamente todo, y eso me exasperaba de él a veces, lo sometía a un orden previo y meticulosamente establecido, y sus relaciones no eran una excepción.
Yo no tenía la menor gana de quedarme con ellos pero me senté, picado más bien por la curiosidad que suscitaba en mí aquella extraña amistad.
Salah se dirigió a su acompañante como si fueran a reemprender el hilo de una seria conversación que mi presencia había interrumpido.
-Mi amigo Kassem, -me presentó- profesor de historia e hispanista.
El hombre, sorbiendo ruidosamente lo que quedaba en el fondo de su vaso de té, me dirigió una mirada entre enigmática y examinadora pero no dijo nada.
-Si Ahmed El Gul, -prosiguió Salah después de una pausa y sin preámbulos- necesi­ta mejorar su situación administrativa en el Ministerio de Educación y eso requiere de nosotros un sacrificio. Vamos a enseñarle un poco de español... es para pasar el examen de bachillerato, ¿sabes?
Sentí necesidad de preguntarle a quiénes se refería con el "nosotros", pero él tan al acecho, como era su costumbre, adivinó mi pregunta y me espetó esbozando una gene­rosa sonrisa:
-¿No te gustaría participar en esta noble obra? —Y añadió- sé que posees un espíritu altruista y nunca te retraes cuando se trata de hacer el bien.
Salah conocía indudablemente que una de mis debilidades, por aquel entonces, era mi fiebre filantrópica, pero jamás sospeché que, a pesar de la profunda amistad que nos unía, las pudiera usar como armas arrojadizas contra mí.
Dije a mi amigo, ignorando la presencia de su acompañante, que me encantaría pero que mis obligaciones me lo impedían.
-¿No podrías sacar una hora o dos de tu tiempo libre —se empeñó en persuadirme- y dedicárselas a este padre de familia?
Añadió con artificial énfasis:
-Si obtiene el bachillerato -insistió en español- es posible que mejore el nivel de vida de la familia de este buen hombre...
Realmente, yo no tenía ningún reparo en dedicarle algo de mi tiempo libre a un des­conocido, a sabiendas que le servirían de poco o de nada para obtener tal diploma, sin embargo, aquel hombre, inexplicablemente y a primera vista, suscitaba en mí una pro­funda animadversión. Tal vez la razón de mi negativa fuera mi propensión a despreciar a los que callan, no para otorgar sino para recibir, y aquel hombre estaba mezquina­mente callado. Durante toda la conversación no salía de su silencio, la cabeza baja y los dedos jugando nerviosamente con un extremo de la bufanda como lo haría un colegial atrapado copiando en un examen.
Puso Salah tanta pasión en su cometido, algo incomprensible y preocupante en él, que finalmente fingí aceptar para no defraudarle ante un desconocido y porque le debía muchos favores. Dije que trataría de hacerlo pero a partir de la semana próxima; tuve la precaución de no concretar nada que pudiera comprometerme y supuse que mi


Y sin esperar mi consentimiento vociferó:
-Trata de ser puntual.
Fui puntual al café Mauritania. Tenía el deseo de cumplir con mi promesa y dar car­petazo al asunto. Le encontré sentado solo. Su imagen, sentado en el café, tenía algo de * -*-^ patética. Por el vaso de té vacío que tenía entre las manos deduje que llevaba bastante tiempo esperando. Le saludé de lejos para librarme de sus besos pero fracasé. Nada más sentarme, llamé al camarero y acto seguido, ya que no tenía nada que negociar con él, comenzamos la clase. Saqué del bolsillo una hoja en la que previamente había escrito el abecedario español, se la puse delante y comencé el deletreo. Prefirió hacerlo él y lo dejé. Comenzó bien. Parecía tener algunas nociones de francés. Cuando llegó a la C, observé que aquella letra en español no se pronunciaba como en francés sino como la cuarta letra del alfabeto árabe. Levantó lentamente la cabeza y me dirigió una mirada penetrante:
-¿Estás seguro de lo que estás diciendo?
-Segurísimo. Le contesté.
-¿Cómo es posible que una sola letra pueda tener distintas pronunciaciones en dos lenguas europeas?
-Es así.
-Pues a mí no me parece tan claro.
-Es verdad que las dos lenguas tienen su origen en el latín pero son diferentes —añadí con pretendida erudición-. Cada una de estas lenguas ha tenido su propia evolución histórica.
No parecía estar demasiado convencido. Seguidamente, pronunció la D y se detuvo. Al ver que yo no decía nada, me dijo con un tono de clara jocosidad:
-Ahora vas a decirme que ésta no es la D y que los españoles la pronuncian como la "ain' en árabe.
-Pues no, esa es la D, y ya ves, se pronuncia de la misma manera que en francés.
-¿Y por qué no la han cambiado también?
Lo dijo casi con enfado, tensando llamativamente los músculos de la mandíbula. La pregunta me pareció absurda e insolente y por eso no contesté. Asumí que el que esta­ba delante era un zoquete no exento de perversidad.
Cuando pronunció la E, mi corrección degeneró en un agrio debate y con la G llegamos a Caracatoa. Si Ahmed El Gul, ya colérico, no podía tolerar que esa O boste­zando tuviera una pronunciación tan diferente a lo que él esperaba.
Empezó a hablar. Su voz cavernosa se oía en todo el café. Ya no se dirigía a mí, sino a quien quisiera escucharle de todos los presentes:
-Dos naciones europeas, con la misma cultura, con la misma religión, no se ponen de acuerdo para unificar la pronunciación de su alfabeto. Es de escándalo...
Hablando en un perfecto árabe literal y adaptando ademanes de charlatán de feria, mi acompañante se convirtió de pronto en un estrafalario orador enrollado en una improvisada diatriba patriotera y absurda. La gente estaba perpleja ante aquel inespera­do espectáculo. Alguna voz pidió silencio, algunos adolescentes en una mesa del fondo del café prorrumpieron en vibrantes carcajadas y yo, por el mero hecho de compartir con él la mesa, me sentía un verdadero necio. Malhumorado, me levanté. El hizo lo mismo
del problema sino para que me ayudara a resolverlo. Al fin y al cabo él estaba en el ori­gen:
-Yo no soy del todo culpable de lo que te está ocurriendo sino el destino. Es el que te trajo a esa calle y a esa hora -me respondió defendiéndose-. Yo traté de alejarlo de ti para que no te persiguiese. Lo mandé a otro instituto.
-El daño ya está hecho... -dije malhumorado- ¿Qué podríamos hacer para solucio­nar el problema?
-No sé que puedo hacer para ayudarte, pero de todas maneras te echaré una mano si me necesitas, pero de lejos, muy de lejos...
Desalentado, llegué a la conclusión de que Salah, aterrorizado como estaba, era el menos indicado para ayudarme en este asunto y salí de su casa sin despedirme.
Las semanas siguientes fueron para mí una pesadilla. El hombre me seguía más que mi propia sombra. Por las mañanas me levantaba, abría la ventana y lo primero que veía era su engorrosa omnipresencia. Allí estaba parado, en una posición casi castrense, mirando al edificio donde yo vivía. Su firme postura me recordaba la eterna impasibi­lidad de las estatuas de la isla de Pascua. En los días de lluvia se cobijaba bajo el alar de un cine pero no cambiaba nunca de posición ni hablaba con nadie. Iba al instituto y allí estaba otra vez. Aunque el conserje, por indicación mía, no le dejaba entrar, él espera­ba horas y horas de tal modo que con el tiempo pasó a formar parte del panorama de la entrada junto a la puerta de hierro, la bandera desteñida y la perra Lula del conserje. Profesores y alumnos comenzaron viendo el asunto como algo curioso y cómico, pero pronto empezaron los comentarios jocosos y, a veces, hasta molestos para mí. Por suer­te, fueron las bromas pesadas, que le gastaban los alumnos, las que le alejaron de la puer­ta del instituto.
En el instituto privado de madame Ferrand donde daba algunas horas extras, la situación era diferente. El hombre no sólo entraba en el instituto sino que, a veces, me esperaba sentado plácidamente en un banco del jardín. Tenía que afrontarle cada vez que salía hasta que descubrí un pasadizo que llevaba a la calle pasando por el comedor del internado.
Dejé de ir al café porque la única vez que me atreví, se plantó delante de mí, se sentó sin más y sin mediar palabra, sacó de la carpeta un libro viejo, supongo de español. Tuve que dejar el café despavorido ante el estupor del camarero.
Cuando tenía la posibilidad de hacerme oír sus palabras, intentaba convencerme que estaba arrepentido de la escena del café Mauritania y me imploraba para que reco­menzáramos lo que él llamaba fructíferas clases. Yo no bajaba ya la guardia. No le daba el menor atisbo de esperanza, pero mi actitud no hacía mella en su férrea voluntad. Al contrario, intensificaba su acoso y se me aparecía en el más insospechado de los lugares.
Tomé la situación como un mal inevitable, sin embargo, el día en que lo encontré en el coto del instituto privado de madame Ferrand, la directora, comprendí que, dado el temple de esa señora, mi puesto en esa institución estaba en juego. Debía cortar por lo sano, encontrar una salida tajante y rápida, si no quería ver peligrar no sólo mi equi­librio psíquico sino el económico.
Probé dos procedimientos: el primero fue poner el asunto en manos de la policía y
pensé que, en caso de fracaso, expondría la situación a un psiquiatra. Interpuse una
denuncia pero la policía consideró que ese género de persecuciones estaba fuera de su competencia. Un guardián de la ley abatido por un atroz resfriado me dijo, a la vez que tecleaba con desgana en una destartalada máquina de escribir:
-La policía no puede hacer nada por ti. Ese abominable ser, como tú le llamas, no comete nada ilegal. Las ordenanzas nos permiten intervenir sólo cuando hay un acto vio­lento. Un acto de sangre, ¿comprendes?
Otro, con cara de ser el hombre más aburrido del mundo, comentó desde un rincón:
-Ojalá existiera una ley que atajara actos de esta naturaleza.
-Si así fuera, -bramó con escepticismo uno de los policías- todas las cárceles del mundo no serían suficientes para encerrar a los pelmas que nos acosan por doquier.
Salí de la comisaría frustrado y aquella misma tarde fui a ver a un psiquiatra, un anti­guo compañero de clase. Después de exponerle el problema en todos sus pormenores, me largó todo un discurso sobre la psiquiatría moderna. Me habló largo y tendido sobre la necesidad de integrar al enfermo psíquico en la vida, en vez de encerrarle en lúgubres manicomios como ha ocurrido siempre. Le hice comprender que con aquel psicópata cometieron ciertamente un error, pues no se le integró en la vida, sino en mi vida y antes en la de otros, y que lo que yo venía a buscar era una solución práctica a mi problema.
-Para dictaminar algo necesito ver al enfermo, -dijo con razón- pero si lo que quieres es tranquilizarte, te digo que no te preocupes en absoluto. Es pura lógica, el médico que le dio de alta indudablemente estaba seguro de que su perturbación mental no compor­taba peligro alguno para los demás, si no, no lo hubiera hecho.
No me convenció la lógica esgrimida por él, por eso pagué la consulta y me fui arras­trando mi inquietud.
Llegué a la conclusión de que nadie me entendía. Familiares y amigos, como el psi­quiatra, trataban de tranquilizarme descartando la idea de que aquel maniático podría llegar algún día a agredirme. Ignoraban que mi mayor preocupación no radicaba única­mente en ese riesgo, sino en la tortura de sentirme constantemente vigilado y persegui­do.
Pocos meses bastaron para que el tesón persecutorio de aquel demente empezara a hacer mella en mi equilibrio mental. Insomnio y delirios desconocidos por mí, empeza­ron a tener acto de presencia en mi vida y descabelladas ideas surcaban con insistencia mi mente. Mi situación me hizo recordar la dimensión del relato de mi amigo argenti­no Carlos Warther: "Los sicarios de la junta militar argentina -me contó en una de sus cartas- reservaban una de las torturas más crueles a personas de algún relieve social o intelectual. No los detenían, sino los vigilaban con una intensidad y una discreción tal que la víctima sentía la presencia de sus perseguidores sin verlos. Con el tiempo esa sen­sación se convertía en un síndrome que les llevaba fatalmente a entregarse incondicionalmente a sus verdugos o al suicidio."
Una mañana llegué a una hora muy temprana al instituto de madame Ferrand. Mustafá, el conserje, un personaje bajito, mostachón, bromista, hábil dador de sablazos y que se jactaba de ser el más astuto de los picaros de la ciudad, se me acercó, miró hacia los lados, y me dijo adoptando una postura poco habitual en él:
-Mire, profesor, ¿qué me das si te libro de ese indeseable que te acosa?
-No estoy de humor para bromas —le dije- y sobre todo tratándose de este asunto y a esta hora.
Mustafá, una mente fecunda en inventar toda suerte de chistes, podría convertir mi drama en tema para solaz de los profesores y alumnos de la institución y posiblemente también de los borrachos del bar Royal, donde solía pasar sus ratos libres empinando el codo.
-No estoy bromeando.
-Dudo mucho que puedas hacer algo. Ese hombre está loco. ¿Sabes qué significa tener los tornillos sueltos?
-Loco o cuerdo para mí da igual. Si no puedo librarte de él es que no soy un genui­no marrakchi, educado a manos de los más mañosos picaros de Yamaa el Fna.
-Bueno, te creo, -dije con desconfianza- pero ¿con qué podría compensarte yo?
De Mustafá todo el mundo sabía que tenía dos obsesiones en su vida; que la france­sa le aumentara el sueldo y que Zubaida, la hermosa viuda que trabajaba de cocinera en el internado, se casara con él. Las dos mujeres, por casual coincidencia o por mutuo y secreto acuerdo, le negaron durante años la realización de su sueño dorado, y eso a pesar de las decenas de incansables tentativas. Temí que condicionara su intento pidiéndome que intercediera por él, y ya por segunda vez, ante alguna de estas dos señoras o ante ambas. Yo no estaba dispuesto a hacerlo porque las probabilidades de éxito eran míni­mas o nulas.
-Yo soy una persona honesta, siendo tu problema tan grave como es, no te voy a pedir gran cosa —dijo rápidamente, quizás adivinando lo que pensaba- ¿Es mucho una borrachera en el bar Royal, dos cartones de Olympic azul, trescientos dirhams...?
-Alto, alto -frené la cascada de peticiones-.¿Alguien te ha dicho que soy rico? Lo que puedo prometerte por ahora es un cartón de tabaco y con los cien dirhams, que te voy a dar, te compras veinte botellas de Dumi y emborráchate todo lo que quieras.
Hizo una mueca de descontento y me dijo ya con menos entusiasmo:
-No es suficiente, pero lo acepto porque me eres simpático. Ahora bien, si quieres llegar a tu objetivo, tienes que seguir al pie de la letra mis indicaciones. Por el momen­to, no se lo digas a nadie y ten paciencia hasta después de las próximas vacaciones.
Siguiendo las instrucciones de Mustafá, el último día de vacaciones de primavera lle­gué muy tarde a casa, aparqué mi coche en una calle apartada y entré sigilosamente en el portón del inmueble, guardándome de que nadie me viera. Bajé las persianas y me dormí. En la nevera tenía alimentos para varios días.
A la mañana siguiente, nada más levantarme fui cuidadosamente hacia la ventana que da a la calle, levanté la cortina y desde las rendijas de la persiana pude ver que mi sombra estaba allí como siempre, en el mismo lugar y adoptando la misma postura.
Llamé por teléfono a madame Ferrand pretextando que no podía ir aquella mañana al instituto por estar indispuesto y me quedé observando lo que ocurría.
Pasada media hora después de las ocho, el hombre dejó su posición de centinela y se fue a hablar con un quiosquero. Un rato después se metió en un puesto de verduras y al salir, se acercó al solar donde yo aparcaba el coche. Dio media vuelta y se fue calle abajo corriendo. Se movía como un endemoniado. Dos horas más tarde le vi aparecer de nuevo, se acercó hasta el portón del inmueble, miró largo rato hacia mis ventanas y desapareció de mi vista.
En los días siguientes, y siempre siguiendo las directrices de Mustafá, no fui al traba­jo y me quedé recluido sin abrir a nadie, ni contestar al teléfono. Prudentemente, traté de aparecer lo menos posible en los lugares que frecuentaba hasta que me aseguré que aquel ser se había diluido en el bullicio de la ciudad.
Cumplí lo pactado con mi salvador y hasta le pagué generosamente una borrachera. Quise sonsacarle cómo lo hizo para alejar de mi vida a ese demente, pero no lo conse­guí.
-Te maté, querido profesor, -me contestó entre carcajadas-, te maté. Le hice creer que te habías muerto.

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